
DÍA DE LA MUJER TRABAJADORA
8M: VIVAS, LIBRES, ORGANIZADAS, INFORMADAS Y DESENDEUDADAS NOS QUEREMOS.
Un nuevo 8 de marzo, una nueva conmemoración del Día Internacional de las Mujeres Trabajadoras. Consideramos que la fecha se presenta como una oportunidad para reflexionar y abrir signos de pregunta: ¿Cuál es la situación de las mujeres y de la comunidad travesti trans de nuestro país en el mundo del trabajo? ¿Qué pasa con las tareas de cuidado y el trabajo doméstico? ¿Cómo opera la organización social del cuidado actual en las vidas de mujeres e identidades disidentes? ¿Y la fórmula deudaendeudamiento? ¿Qué efectos políticos tiene la deuda sobre las casas, los cuerpos, los bolsillos, el tiempo y las subjetividades de las mujeres e identidades disidentes? ¿Qué propuestas alternativas podrían promover una perspectiva que tenga en el centro la sostenibilidad de la vida?
Los interrogantes planteados guían el presente texto, el cual pretende ser un insumo
para seguir discutiendo colectivamente en los diferentes ámbitos que transitamos: espacios
de militancia, espacios de trabajo, espacios comunitarios, en nuestras casas, en nuestros
barrios.
Decidimos retomar conceptos elementales de la Economía Feminista, campo de
estudios que discute los supuestos básicos de la economía ortodoxa, la cual centra su
objeto en el estudio de la conducta humana como una relación entre fines y medios
escasos que tienen usos alternativos (Robbins, 1944). De esta forma, se plantea como una
ciencia de la elección individual y racional donde la conducta humana, representada en el
“homo economicus”, está motivada a través de comportamientos maximizadores
individuales.
Corina Rodríguez Enríquez (2015) afirma que la Economía Feminista “denuncia el
sesgo androcéntrico de esta mirada, que atribuye al hombre económico (homo economicus) características que considera universales para la especie humana, pero que
sin embargo son propias de un ser humano varón, blanco, adulto, heterosexual, sano, de
ingresos medios. La racionalidad del hombre económico, esencial para las decisiones
económicas que toma (como participar en el mercado laboral o no hacerlo), no se enfrenta
con los condicionantes que impone vivir en un mundo racista, xenófobo, homofóbico y
sexista. Por el contrario, cuando se reconoce y visibiliza la relación entre las relaciones
sociales (y en este caso particular, las relaciones de género) y la dinámica económica,
queda en evidencia el sesgo androcéntrico de la mirada económica convencional, y por
ende su incapacidad para explicar apropiadamente el funcionamiento de la realidad y
contribuir con relevancia a los debates de políticas públicas” (p. 32).
Partiendo de esta crítica, la Economía Feminista se propone analizar la interrelación
entre las relaciones económicas y las relaciones de género. Así, permite visibilizar la
situación económica de las personas teniendo en cuenta que sostiene buena parte de la
dinámica económica su condición, identificación y expresión de género.
Dentro de las principales discusiones que se retoman en este campo es posible
señalar los debates en torno a las desigualdades en el mundo del trabajo remunerado, el
uso del tiempo, las condiciones laborales, los salarios, el nudo entre la producción y la
reproducción, las tareas de cuidado y el trabajo doméstico no remunerado, las disputas por
la construcción de presupuestos con perspectiva de género desde los Estados, el
endeudamiento, la feminización de la pobreza, entre otros. En este texto, desde la
perspectiva de la Economía Feminista, nos proponemos analizar y visibilizar las dinámicas
de desigualdad y violencia por motivos de género que se reproducen en la organización
social del cuidado, en el mundo del trabajo remunerado y no remunerado, la situación de
las personas travestis y trans, el nudo entre producción y reproducción, los mecanismos de
deuda-endeudamiento y su impacto especifico en las vidas de mujeres y disidencias, y, por
último, las propuestas que se tejen desde la perspectiva de sostenibilidad de la vida.
¿De qué hablamos cuando hablamos de cuidados?
Actualmente, la temática de los cuidados está en la agenda pública. Son muchos los
discursos que circulan y nos encontramos con múltiples preguntas: ¿A qué llamamos cuidados? ¿Implican amor? ¿Constituyen un trabajo? ¿Forman parte del instinto maternal?
¿Siempre el cuidado es para otras personas? ¿Se expresan únicamente de forma material
en prácticas o también incluyen discursos?, entre otras tantas. Es muy difícil poder dar una
definición unívoca de los cuidados ya que en todos estos cuestionamientos encontramos
una multiplicidad de respuestas, o nuevas preguntas, con miradas interdisciplinarias y con
una marcada perspectiva interseccional debido a la diferencia de géneros, ingresos,
trabajos, entre otras variables.
Teniendo en cuenta la perspectiva histórica, ya sea en ámbitos académicos y/o de
militancia feminista, podemos identificar varios procesos en relación al concepto de
cuidado.
A partir de la segunda ola, en la tradición anglosajona de los feminismos, se priorizó
la perspectiva en la cual la idea de cuidado se encuentra íntimamente vinculada a una
noción maternal. Las primeras sistematizaciones de esta corriente vinculan el deber ser y
la identidad de quienes realizan los cuidados reproduciendo desigualdades estructurales
ligadas a estereotipos de géneros, así como también recortan el ámbito donde se llevan a
cabo dichas prácticas (la familia) y quiénes reciben esos cuidados. Nuevamente, nos
encontramos con la pregunta por la definición de los cuidados para poder problematizar
estos esquemas. Los cuidados que eran realizados fuera del marco del hogar eran
considerados servicios y no cuidados. Esta perspectiva se vio interpelada por los debates
sobre la ética del cuidado en la década del ‘80 donde una de las cuestiones centrales se
regía por la pregunta sobre la calidad de los cuidados en el ámbito familiar y el ámbito
remunerado (los servicios), considerando si los cuidados deben incluir o no la dimensión
afectiva.
El debate por los cuidados en la década del ‘90 involucró la idea de cuidado social
(social care) donde el Estado y la sociedad pasan a tener un fuerte protagonismo,
desligándolo del ámbito privado de los hogares y quitando la responsabilidad puesta sobre
las mujeres. De esta forma, se comenzó a discutir cómo se provee y distribuye el bienestar
en cada sociedad.
Daily y Lewis (2000), plantean una definición de cuidados que es utilizada en la actualidad, proponiendo a los mismos como el conjunto de actividades y relaciones que
intervienen en la satisfacción de todas aquellas necesidades emocionales y físicas de las
personas adultas dependientes y de los niños y niñas. Esta noción de dependencia suele
ser utilizada en el diseño de políticas públicas y habilita el debate y la problematización,
debido a que el carácter de dependencia puede atribuirse a tareas o acciones que las
personas no pueden realizar solas. No obstante, ¿es así con todas las tareas de cuidado?
Por otro lado, Fisher y Tronto (1990), cuestionan la vinculación entre cuidados,
feminidades y afecto, profundizan en la idea de interdependencia y establecen que el
cuidado en términos generales puede ser concebido como una actividad que incluye todo
lo que hacemos para reparar, mantener y continuar nuestro mundo, es decir, para que lo
podamos habitar de la mejor manera posible. Es importante mencionar que este mundo no
solo incluye nuestro cuerpo, sino también el ambiente y todo aquello que engloba la red
que sostiene nuestras vidas. Esta interesante definición apunta a pensar los cuidados
como un componente universal de las relaciones humanas, no únicamente restringidos a
mujeres en el ámbito doméstico, involucrando también a la justicia y a la política. Siguiendo
a Joan Tronto (2013), entendemos que, si bien existen diferentes formas de conceptualizar
el cuidado, cualquiera de las que partamos, tendrán implicancias y atravesarán todo lo que
hagamos.
Ahora bien, ¿cuáles son los componentes del cuidado? Podemos caracterizar el
cuidado a partir de cuatro elementos: el cuidado directo, el indirecto, la gestión de los
mismos y el autocuidado. También por dos dimensiones: la simbólica y la material. El
primero de los componentes, el cuidado directo, se define por la atención de otras
personas. Para poder cuidar de otras personas es necesario el cuidado indirecto o las
llamadas precondiciones del cuidado, tales como limpieza, compras, cocina de alimentos,
entre otras. Asimismo, también es necesaria la gestión del cuidado que engloba tareas de
coordinación de horarios, traslados, organizar y supervisar el trabajo de otras personas,
etc. El último de los aspectos del cuidado, y el más invisibilizado para las feminidades, es
el autocuidado, el cual implica la posibilidad de contar con tiempo para dedicar a la propia
salud, el ocio y el bienestar en general. Es importante mencionar que el cuidado también
incluye, por un lado, una dimensión simbólica que puede relacionarse con dar cariño,
sostén emocional, brindar estimulación, y, por otro lado, una dimensión material de estas
tareas que implican tiempo, esfuerzo y competencias. Debido a esto lo llamamos trabajo.
En lo que refiere al trabajo doméstico no remunerado, las tareas de cuidado y
reproducción que no se comercializan en el mercado laboral, son realizadas
mayoritariamente por mujeres. Tal como muestra el informe “La desigualdad de género se
puede medir” elaborado por Ecofeminita a partir de los datos de la Encuesta Permanente
de Hogares (EPH, segundo trimestre 2021), “del total de personas que realizan tareas
domésticas, un 71% son mujeres y un 29% son varones. Esto sucede si tenemos en
cuenta el total de los hogares, seguramente la diferencia se agravaría si quitáramos los
hogares unipersonales del conteo y/o incluyéramos a las trabajadoras de servicio
doméstico". Por fuera del ámbito doméstico, en nuestros barrios, quienes realizan las
tareas de cuidado y el trabajo comunitario, en su mayoría también son mujeres.
A su vez, siguiendo el análisis del informe citado, cuando analizamos el mundo del
trabajo remunerado, "prácticamente todas las personas que se dedican al servicio
doméstico (es decir, que sí venden este trabajo en el mercado) son mujeres, un 96.9 %.
Asimismo, del total de mujeres ocupadas, un 12.5 % se dedica a esta ocupación,
conformando entonces una salida laboral popular". Los trabajos de asistencia al cuidado
están en gran parte cubiertos por una serie de trabajos poco valorados, y en muchos casos
informales, que realizan personas racializadas e incluso migrantes.
La organización social del cuidado
La discusión sobre el rol económico del trabajo de cuidado y las implicancias de la
manera en que socialmente se organiza el cuidado, tienen una significativa relevancia para
comprender la desigualdad entre los géneros desde una perspectiva interseccional. Desde
la Economía Feminista se denuncia su desvalorización, invisibilización y desigualdad
distributiva en el plano privado y público. Como hemos mencionado anteriormente, el
trabajo doméstico y las tareas de cuidado, tanto en el ámbito remunerado como en el no
remunerado, es asumido en su gran mayoría por mujeres. Esta situación no es azarosa ni
tiene que ver con la buena o mala voluntad de las personas, se relaciona intrínsecamente
con la división sexual y social del trabajo, la reproducción de estereotipos de géneros y
mandatos culturales, la esencialización de las tareas de cuidado para con las mujeres, las
experiencias socio-económicamente estratificadas, entre otros factores.
En este punto, una noción importante para introducir es la de "Organización Social
del Cuidado" (OSC), la cual hace referencia a "la manera en que las sociedades resuelven,
a través de la participación concurrente de los hogares, el Estado, el mercado y la
comunidad, la reproducción cotidiana de la vida" (Corina Rodríguez Enríquez, 2018). Se
trata de la constelación de prácticas de asignación de recursos mercantiles, familiares y
públicos. Por lo tanto, en los vínculos existentes entre familia, Estado, mercado y
organizaciones comunitarias se producen y distribuyen los cuidados. Esto nos lleva a
preguntarnos, ¿Cómo se distribuyen las responsabilidades en cada uno de esos sectores?
¿Cómo se organizan socialmente los cuidados? ¿Cómo varía esto en cada momento
histórico?
Existen diferentes tipos de regímenes de bienestar, aquellos en los que el Estado
juega un papel central, otros en los que está totalmente desdibujado, otros en los que se
carga totalmente a las familias, entre otros. Nuestro país, según Daly y Lewis (2011), se
caracterizó históricamente por un régimen de bienestar del tipo corporativo conservador,
también llamado estatal-productivista, el cual implica que los cuidados suelen depender
tanto de la provisión familiar como de la garantía de derechos y protección social. Se
reproduce una configuración tradicional de familia y el Estado queda limitado a ámbitos
como la salud y la educación (es decir, parte de la organización social del cuidado está
presente en algunas políticas públicas), y a la asistencia a hogares de alta vulnerabilidad
social. Retomando la idea de la estratificación en relación a la OSC, podemos observar
que mientras las mujeres cis de hogares con ingresos medios o altos pueden disminuir la
cantidad de tiempo que le dedican a las tareas de cuidado y de reproducción delegándolo
en otras personas (contratando, generalmente a otras mujeres, en el mercado de trabajo
remunerado), las mujeres cis de ingresos bajos se encuentran sobrecargando la presión
del tiempo de trabajo, teniendo muchas veces que recurrir a redes familiares, vecinales y/o
espacios comunitarios de cuidado.
De esta manera, se configura una OSC doblemente injusta, donde las
responsabilidades no suelen ser compartidas entre los géneros ni con la sociedad ni el
Estado en su conjunto. A su vez, la OSC actual no sólo reproduce desigualdades entre
quienes cuidan, sino también vulnera los derechos de quienes reciben o deberían recibir
cuidados. En este punto es necesario destacar que el enfoque del cuidado desde la
perspectiva de acceso a derechos sostiene que todas las personas tienen derecho a
cuidar, a ser cuidadas y al autocuidado.
Desigualdades y violencias de género en el mundo del trabajo remunerado
La existencia de una OSC profundamente injusta y el rol del trabajo doméstico en el
nudo producción/reproducción, condiciona la participación de las mujeres en el mundo del
trabajo remunerado. ¿Qué pasa en el mercado laboral? ¿Qué dinámicas se construyen?
¿Cómo se interrelacionan las dinámicas laborales con el género de las personas?
El informe “La desigualdad de género se puede medir” nos permite analizar algunos
indicadores que visibilizan la composición del mercado de trabajo desagregados según
sexo.
La tasa de actividad hace referencia a la relación entre quienes participan en el
mercado de trabajo (ya sea como ocupades o como desocupades) y la población total.
Dicha tasa es mayor entre los varones, con una diferencia de 21%. En relación a la tasa de
empleo, la misma exhibe una realidad similar. Dentro de las personas ocupadas en el
mercado laboral remunerado, los varones se distancian por 20 puntos de las mujeres en
esta categoría. Estas diferencias podrían entenderse en el marco de lo ya mencionado en
relación a la existencia de una OSC injusta y a la carga del trabajo doméstico no
remunerado que recae principalmente sobre las mujeres.
Ahora bien, al momento de analizar las tasas de desocupación y subocupación,
ambas son mayores para las mujeres que para los varones. Tal como expresa el informe
mencionado, “incluso siendo minoría en el mercado de trabajo, las mujeres tendrían más
dificultades para conseguir trabajo y/o para trabajar una jornada completa”. Estos primeros
datos permiten notar que la participación de las mujeres en el mercado de trabajo es más
restringida. A su vez, las que logran hacerlo, se enfrentan con variadas formas de
segregación laboral que implican un acceso diferencial a ocupaciones y puestos de trabajo.